"Casos Clínicos"

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Sevilla, Huelva, El Rompido, Andaluz.
Licenciado en Medicina y Cirugía. Frustrado Alquimista. Probable Metafísico. El que mejor canta los fandangos muy malamente del mundo. Ronco a compás de Martinete.

MONTAÑEROS DE SANTA MARIA

AL PANTANO DE BERMEJALES

Tenía trece años, acababa de aprobar sorpresivamente cuarto y Reválida y, sin saber muy bien como ni porqué, convencí a mis padres para que me dejaran irme durante dos semanas con los Montañeros de Santa María, una imitación de los Boy-Scout, dirigida por el Padre Ríos S.J. de mi Colegio Portaceli. Ya había participado durante ese curso en varias “marchas” de fin de semana por los alrededores de Sevilla, con regular suerte. Yo no estaba acostumbrado a dormir fuera de mi casa, siempre tenía ganas de volver y no disfrutaba de las excursiones igual que mis compañeros, por eso no las tenía todas conmigo cuando decidí apuntarme al campamento de final de curso. Supongo que influyó que ya tenía casi catorce años, que nunca había pasado tanto tiempo fuera de mi casa, quería probarme, y además suponía que lo pasaría bien con mis compañeros y buenos amigos de mi curso.
El 26 de Junio, cuando me despedí de mis padres y me fui caminando hasta el Colegío, donde nos esperaba el autobús, yo iba radiante de felicidad. El uniforme de los Montañeros me gustaba:  camisa gris oscura con bolsillos grandes y hebillas en los hombros para apresar la boína negra doblada; pantalón corto negro, de lona, botas katiuskas con calcetines blancos de lana; una pañoleta roja, que anudábamos al cuello y lucíamos orgullosos. El equipaje consistía en una cantimplora, una mochila con una muda de camisa y ropa interior, linterna, machete, cubiertos, cuerdas y pinzas para la ropa. ¡Ah.. y un bote de detergente Gior!
Al llegar al cole, una nube de pañoletas rojas, mochilas, risas nerviosas de felicidad, muchos padres… y un autobús rojo enorme con las puertas abiertas de par en par. Ibamos alumnos de todos los cursos, desde Prepratoria, hasta algunos de Preu. El viaje fue fantástico, creo que no paramos de contar chistes verdes y cantar coplas irreverentes en las ocho horas que duró. El Padre Ríos no dijo ni pío.
Creo que me di cuenta del lío en que me había metido nada más bajarme del autobús. El campamento estaba situado en la orilla del pantano de los Bermejales, en Alhama de Granada. Era un campamento moderno, con doce o catorce cabañitas de madera, cada una para una patrulla de ocho personas. Colchonetas de goma-espuma para dormir. Arbolitos para colocar los tendederos. Cocina y comedor, retretes y duchas de agua fría. Todo muy bien excepto una cosa: ¿qué pintaba yo allí? ¿Porqué no estaba con mi familia camino de El Rompido? La incertidumbre y la  angustia de toparme con la realidad me dejaron aturdido, triste… ¡ y todavía faltaban catorce días para marcharnos!
Si malo fue el primer día, los siguientes los recuerdos como los días más largos, tristes y angustiosos de mi vida. Era un autómata, hacía lo que me decían, pero mi mente estaba siempre con mis padres, mis hermanos, mi tata… estaba supersensible. Contaba las horas, los minutos, hasta los segundos; a veces me obsesionaba mirando la hora (se que no exagero si digo que miraba el reloj unas tres veces por minuto) y desde entonces aprendí que el tiempo puede ser una de las cosas mas lentas del mundo. 
Los primeros días permanecimos en el campamento, arreglando los caminos de yerbajos, construyendo tenderetes de madera, limpiando la alberca, colgando tendederos, etc. Yo actuaba y hacía lo que me ordenaban, sin ilusión alguna: trabajo por las mañanas, almuerzo, descanso de media hora, luego charla del cura y tiempo de reflexión en solitario (donde yo aprovechaba para llorar sin que me viera nadie), después una marcha por el campo con las patrullas formadas en fila y en silencio o rezando, vuelta al campamento, aseo, Misa a la caída de la tarde, cena, bajada de bandera, lectura de puntos ganados o perdidos a cada patrulla, fuego de campamento, y a dormir.
Muchas veces, al ver a mis compañeros relajados y riéndose, pasandolo bien, me preguntaba porqué yo no era capaz de disfrutar igual que ellos. ¿Solo yo estaba tan afectado? ¿Es que ninguno echaba de menos a su familia? Sentí a veces verguenza de ser tan pusilánime, en el fondo me sentía todavía un inmaduro, un niño chico, y eso me hacía sentirme peor.
Estábamos acampados en la orilla del pantano, donde algunas tardes nos bañábamos y llenámos las cantimploras. También se podía bajar por una carretera asfaltada hasta las turbinas del pantano y ver la salida del enorme chorro de agua con un ruido atronador. El caudal corría formando un río por un profundo cañón, que podíamos ver desde el comedor del campamento.
Una de las primeras marchas largas que hicimos una tarde, tenía el objetivo de buscar un sitio adecuado para bajar, como las cabras, hasta el arroyo, por algún punto alejado del campamento. La bajada hasta la ribera la hicimos sin dificultad, guiados por el capitán de todas las patrullas, un joven de Córdoba, de unos veinte años. Allí merendamos tranquilamente. Cuando comenzó la ascensión las cosas no eran tan fáciles, la ruta parecía no ser la misma, llegamos a un punto donde una roca impedía subir y la vuelta a atrás era muy peligrosa incluso por donde habíamos subido. Al cura y al capitán se les notaban los nervios en la cara mientras discutían que hacer. Yo estaba sorprendentemente tranquilo, me senté en una piedra a mirar el arroyo, que se veía abajo tan pequeñito. ¿Se acordarían mis padres de mi?
Se decidió que nos quitáramos los cinturones con los que formaríamos una cuerdas para escalar y salvar el obstáculo. Fue dramático, pero gracioso ver como uno a uno fuimos ascendiendo. Los miedosos se mareaban, algunos lloraban, a los gordos se les caían los pantalones, pero después de un buen rato, todos estábamos sanos y salvos otra vez en el camino. Llegamos de noche al campamento, a la hora de la Misa.
Para mi este era un momento especial: una minúscula Ermita, donde casi solo cabía el cura y oficiaba la Misa desde la puerta mientras nosotros estábamos afuera de pie. Eran las Misas más bonitas y sentidas que he “oido” en mi vida. Supongo que debido a mi estado de ánimo, me sentía amparado participando en cuerpo y alma, comulgando diariamente y hablando con Dios. Tenia entonces una enorme confianza en El. Le contaba mis angustias y mis inquietudes, le pedía que cuidara a mi familia, le hacía montones de promesas para que hiciera que pasara el tiempo de prisa, que quería estar con todos ellos cuanto antes. El estoy seguro que me escuchaba con atención y, sin duda, me ayudó mucho a sacar el mejor partido de todas esas experiencias.
El fuego de campamento era mi otro momento especial de cada día. Sentado en el suelo, bajo el cielo, las caras iluminadas por la luz de la candela, mientras se contaban chistes o se hacían parodias. Yo me quedaba absorto alegrándome de haber dejado atrás otro día, ya faltaba uno menos para la vuelta. El fotógrafo Angel Rodriguez de la Borbolla me hizo una foto en la que estoy sentado en el suelo, con la mirada perdida en el cielo y una sonrisa completamente ajena a los chistes que contaban, donde se apreciaba mi estado de ánimo perfectamente. Es una pena que la regalara.
Yo escribía cartas a mi casa todos los días desde que llegué. Esperaba carta siempre que llegaba el cartero, pero no llegó una postal hasta el 3 o el 4 de julio. Mi madre me felicitaba por mi catorce cumpleaños (el 1 de julio), me decía que todos estaban bien, que se acordaban de mi, etc. Ese día lloré más a gusto.
Por esos días hicimos una excursión de dos días a La Resinera, una vieja factoría abandonada de tratamiento de resina, a unos veinte kilómetros del campamento en plena sierra. Salimos de marcha por la mañana temprano, en fila como siempre, a veces cantando y otras rezando. Carriles y polvo. Cruzamos una aldea perdida que me impresionó: veinte o treinta casas blancas de adobe, apelotonadas en medio de la nada y algunas chozas. Haría unos cuarenta grados a la sombra, no se oía un ruido, ni una gota de agua. Unos niños desnudos de cuatro o cinco años, morenos de piel, silenciosos, asombrados como si nunca hubieran visto nada parecido. Mujeres vestidas de negro y con pañuelos en la cabeza salieron de las chozas a vernos pasar, sin decir una palabra ni contestar a nuestros saludos. Me sentí mal por ser tan egoísta, yo pensando en salir de allí para volver con mi familia a mis comodidades, la playa, mis amigos… cuando estas personas vivían en lo que para mi era “el infierno” . Algo empezó a cambiar en mi interior.
Almorzamos en un bosque de eucaliptos. Llegamos por la tarde a La Resinera que era una fabrica a la orilla de un riachuelo de agua clara y fresca. Un bosquecillo de pinos daba sombra agradable donde montamos las tiendas de campaña. Aseo, Misa y cena. Por la noche, en vez de fuego de campamento organizamos un juego que era como el esconder, que una patrulla tenía que descubrir a los demás que teníamos que escondernos. Los más pequeños tenían que ir acompañados por un mayor para no perderse por aquellos parajes. Sin darme cuenta se me acerco un niño de unos siete u ocho años, que yo no conocía, me miró fijamente y me dio la mano con fuerza como pidiendome que me hiciera cargo de él. Tenía la cara de golfillo más simpática que he visto en mi vida, pero a través de su mirada me dí cuanta que estaba asustado y también se sentía solo. Me hice cargo de él, nos escondimos, no se separaba de mí, me seguía como un perrito y me daba la mano sin decir una palabra. Era alegre y se reía por nada. Estuvimos a punto de ganar.
Por la mañana nos bañamos en el arroyuelo de agua helada. Por la tarde otra marcha agotadora por aquellos cerros pelados. Al anochecer de nuevo jugamos al esconder, mi pequeño amigo vino corriendo a buscarme y se agarró otra vez a mi mano. Esa noche por supuesto ganamos, todavía me acuerdo de su alegría.
La vuelta fue interminable, pero yo estaba mas relajado, ya quedaban dos días menos. Además había dormido fatal, sobre las piedras del suelo y estaba deseando llegar para dormir en la colchoneta.  Mis sensaciones estaban cambiando. Por supuesto tenia ganas de volver, pero fui consciente que en mi corta vida llena de comodidades y facilidades, estaba bien que experimentara la separación de mi familia, que echara de menos la seguridad de mi casa, las comodidades diarias y que me lo dieran todo hecho. Me acuerdo lavando mis braslis  y mis calcetines con el Gior, leyendo las instrucciones, enjuagando la ropa, tendiendo, recogiendo, lavando todos los días mis cubiertos, barriendo la cabaña, fregando cuando me tocaba fregar… nunca antes lo había hecho y a partir de entonces nunca me he tenido problemas por volverlo a hacer.
Cuando llegamos al campamento encontramos una caravana acampada en la orilla del pantano. Era un matrimonio francés, con una hija de unos trece años, guapísima. Era rubia, coqueta, miraba con descaro y se reía sin complejos. Muchos de los de francés, le decían cosas, pero ella no les echaba mucha cuenta y haciendo mohines les daba la espalda y se marchaba. Yo le prestaba poca atención, mi mente no estaba para ligues, pero una noche después de cenar, al ir a dejar los cubiertos en la cabaña, la encontré sentada tranquilamente en un tronco. Supongo que yo andaría como siempre, melancólico y absorto, y al encontrarme con ella me sorprendí. Me miraba con atención y me dijo algo que no entendí, pero me imaginé que me preguntaba que porqué estaba tan serio o tan triste. Yo no dije nada pero intenté darle las gracias con una sonrisa y como ella siguió hablandome con una voz preciosa, me detuve y me quede un momento escuchando lo que no entendí. De pronto apareció el Pare Ríos, ella se fue corriendo y a mi me ordenó que me apresurara para la bajada de bandera. Ese día le restaron por mi culpa puntos a mi patrulla porque al parecer yo había molestado a la francesita y yo, con el sueño que tenía, me quede castigado haciendo guardia al mástil buena parte de la noche. Al día siguiente se habían marchado.
Poco días antes de la vuelta fuimos en autobús a pasar un día a Sierra Nevada. La subida fue muy lenta porque estaban agrandando la carretera y usaban dinamita para volar la ladera de la montaña. Era la primera vez en mi vida que veía la nieve. Hicimos una marcha hasta la Laguna de las Yeguas, pasando por algunos pasos difíciles con agujeros de hielo, como embudos gigantes, que yo me imaginaba profundisimos y que me daban jindama, ni me acercaba. Algunos decidieron seguir hasta subir al la cima del Veleta, yo preferí quedarme en la laguna, (a un compañero le entró el “mal de las alturas” y lo tuvieron que bajar a Granada) tirandome por las cuestas heladas con un anorak amarrado a la cintura. Lo pasé estupendamente, se me hizo hasta corto.
No sé porqué la bajada la hice en la parte de atrás un Land-Rover. Iba completamente adormilado cuando de pronto, al bostezar, sentí como si alguien hubiera subido de golpe el volumen del mundo, el Padre Ríos me explicó lo del cambio de presión y el abombamiento del tímpano. Paramos en Granada y nos dieron una hora libre para comprar o merendar. Anduve con mis amigos por callejuelas de tiendas moras, compré monederos, postales, una navaja para mi hermano Josemaría, vimos la Alhambra desde la calle y nos marchamos.
El último día se me hizo bastante largo, lo dedicamos a recoger y limpiar. Me llegó una carta de mi madre. No veía la hora de estar en mi casa. Mi última Misa, el último fuego de campamento, donde todos tuvimos que hablar y dar nuestra opinión. Yo dí las gracias a compañeros, capitanes, al cura, etc, y dije, mintiendo, que lo había pasado bien. Me parece que no me creyeron. Esa noche dormí fatal, deseando que llegara la luz del día.
Si el viaje de ida  fue largo, pero divertido, el de vuelta fue más largo, pero en silencio. Todos deseando llegar, mirando cuantos kilómetros faltaban en cada señal. Se me hizo interminable, parecía que no llegaríamos nunca. Mi imaginación no paraba ¿Habrían ido mis padres a esperarme? ¿Les habría explicado bien el día y la hora? Serían las seis de la tarde cuando entramos en Sevilla. En la cancela de entrada al colegio se veían a muchos padres, saludando a sus hijos con la mano, pero no a los míos. Cuando el autobús paró y abrió las puertas, descubrí a mi madre: ¡no me lo podía creer! Salí corriendo y me abracé a ella sin decir nada, un nudo en la garganta no me dejaba hablar. De pronto la voz de mi padre, que me llamaba riendose y traía la mochila en la mano. Ya tuve que llorar.
El Padre ríos se acercó a saludar a mis padres y a decirme que tenía que ir con el para cantar todos juntos “llegado ya el momento de la separación…”, pero el que no me separaba era yo de la pierna de mi padre y la mano de mi madre. Oí como mi padre le decía al cura que me había mareado en el autobús y que no me encontraba bien.
Nos fuimos los tres.

20 comentarios:

  1. Montañero, es una delicia leer tus historias, cuentos y demás...., pero el relato de esta excursión me parece especialmente tierno.

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  2. Gracias quien seas...
    Lo que quiero transmitir es mi estado de ánimo de aquellos días, que marcaron el fin de una etapa de mi vida ¿la infancia?

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  3. Efectivamente Celso, yo creo que aquellos días fueron el final de tu infancia. Como soy ¡¡dieciseis meses mayor que tu!!, me gustaría leerte algo que escribió hace poco una periodista que a mí me encanta y que se llama Rosa Montero: "Llegados a cierta edad, podemos intentar hacer de nuestras vidas un hecho hermoso. Diseñar cada jornada con mimo, con sensibilidad y con la intensa conciencia de estar vivos. Que cada día sea un pequeño universo de sentido, una obra de arte". Te quiero mucho, Tu hermana Concha.

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  4. Calañas, La Puebla de Guzmán, Cortegana y Arcos de la Frontera....la excursión más larga de mi vida....ya te contaré..

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  5. He viajado muy poco, pero lo más bonito que he visto en mi vida, y mira que he visto poco.., es el trayecto de Almonaster La Real a Cortegana. Ibamos en el viejo chrysler que fue de mi padre, la niña tenía cuarenta días, las dos detrás y yo con las lágrimas de emoción estorbándome porque no me dejaban ver el camino de helechos, castaños, encinas, jaras y madreselva y los troncos de los árboles verdes de musgo húmedo. Pero el colmo y lo que nos dejó a Manolo y a mí asombrados de tanta belleza, fue la visión de Cortegana. Paramos el coche porque teníamos que empaparnos bien de la magia del sitio en el que íbamos a vivir cinco años. Los mejores de mi vida hasta ahora. El castillo en la cima, estamos a ochocientos metros sobre el nivel del mar, y el pueblo robusto y diseminado, grande y serrano a más no poder, que belleza. La Iglesia muuuyyyy antigua y preciosa, al lado mi casa. Era bonita, con bovedillas de madera y un doblao lleno de cacharros de labranza, los muebles rústicos y nuevos, mi calle en pleno centro, el suelo de piedras gordas, al lado nuestro Rafa el talabartero, el hombre más bueno que hemos conocido, murió hace poco centenario y lo lloramos. Uno de los días que sola con mi niña paseaba por el pueblo asombrada y creyendo que estaba viviendo un cuento maravilloso, se me acercó una chica de mi edad con un niño de la edad de mi hija, se presentó porque vivía en mi calle, "me llamo loli y sé que eres la mujer del profesor, para lo que necesites aquí me tienes". No nos separamos en los cinco años ni un solo día, y llevamos treinta manteniéndo una amistad que no hay fuerza humana que la deshaga, ayer hablé con ella. El alcalde del pueblo, Don Manuel un anciano buen bebedor y maravilloso, bohemio y dice Manolo que una de las personas más inteligentes que ha conocido. Como mi "santo" entró de director del nuevo instituto, tenía que tratar mucho con él porque entonces las cosas dependían mucho de los ayuntamientos. Cuenta Manolo que cada vez que tenían que ir a Huelva para una gestión se ponía malo..,no podía salir de la sierra, imposible, cuando ya de vuelta cruzaban el andévalo la color del alcalde volvía a su cara y empezaba a hablar con el acento más serrano del mundo. D, Ricardo Portillo, secretario del Ayuntamiento, nos invitaba a su casa muchas veces, que maravilla de persona, EPD. Mi amiga Fina, su marido dueño de MICSA, matadero industrial de cortegana, y dueño de medio término municipal..que guapa y qué buena, (celso hermana de Loli Romero, nuestra vecina de Castelar). Cómo nos acogió y nos sigue acogiendo éste pueblo, no podemos dejar de ir de vez en cuando, y Don José el farmaceutico, otro bohemio, muchas personas del pueblo lo son, y cultos, inteligentes y con una educación que solo la he visto allí, Manolo dice que no ha tenido alumnos como éstos. Cuando nació mi hijo estuve un poco malita, y no os exagero, pero durante más de quince días tenía la casa llena de visitas. La hermana de mi marido vino de Córdoba con su marido a vernos, pararon en la plaza y preguntaron a un policía municipal por la calle Cervantes, nuestra calle, éste con la espontaneidad de los serranos, les dijo, "si si, Don Manuel vive tal y tal y el zagal que tienen disen ques precioso....NO MIENTO. El casino, hace poco estuvimos allí es una maravilla, con chimenea enorme, camillas de brasas y lámparas de cristal. Cortegana de mis amores, me hiciste enamorarme de Huelva. Para mi huelva no es como Sevilla, mi ciudad amada, para mi huelva es la provincia entera..la adoro. La campiña y el condado ,La Palma y Bollulos, Rociana y Almonte...paqué.., andévalo, en La Puebla de Guzmán viví un año..!Viva la Virgen de la Peña!, la sierra, la conozco entera...y la costa más bonita del mundo, se llama la costa de la luz..y no hay otra..La gente mayor de éstas tierras dicen..voy pa Buerba..mi tata lo decía..

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  6. Lupe, tengo que decirte que escribes divinamente, que da gloria leerte, que eres todo sensibilidad, que no se pueden decir tantas cosas con tan pocas palabras, que ole tu y tu Manolo con su bigote y tu Lurri y tu Lolo, ole Cartaya y ole Cortegana y todos los pueblos de Guerva !!!!

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  7. Lourdes, precioso. A Enrique y a mí nos hubiera encantado ir a Cortegana, pero entonces yo tenía dos niños muy pequeños y sólo íbamos de Sevilla a El Rompido y viceversa. De todas formas, te digo que todos aquellos años que vivistes en los pueblos de Huelva y Cadiz (a Arcos si fuimos), son para tí -porque te conozco- un auténtico tesoro. Muchos besos hermana. Concha

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  8. Celso, con tu permiso me gustaría contar una historia que me ocurrió hace unos diez años: a mí me pasa como a tí, que me gusta muy poco viajar. Se dá la circunstancia de que durante quince años aproximadamente, Enrique y yo hemos viajado -mínimo un par de veces al año- por toda España (Baleares y Canarias incluidas), pues su profesión -oftalmólogo- requería acudir a distintos Congresos. Había conferencias para los médicos por las mañanas y tardes, con lo cual yo me tenía que "resignar" a ir con las mujeres de sus compañeros a los sitios que más les gustaban a todas (menos a mi amiga Charo y a mí): a comprar. Todas enjoyadas y con ropa de firma. Yo lo único que quería era estar con mi marido, y si no, en mi casa con él y mis hijos. Aquel día en Valencia yo estaba especialmente triste, no soportaba ni un minuto más a las "compradoras", así que con disimulo me desvié del grupo y entré en una Iglesia preciosa. Compré en la sacristía una Virgencita de Los Desamparados (La Patrona de la ciudad), recé y no sé porqué me acordé de papá. En ese mismo instante sonó mi teléfono (un móvil grande y antiguo); era Enrique que, conociéndome, me dijo que tenía la tarde libre y que iríamos donde yo quisiera. Con mi Virgen en las manos y sentada en dicha Iglesia, le dije que fueramos al Museo, pues necesitaba ver cosas bonitas. Dicho y hecho. Después de comer nos dirigimos a la Pinacoteca, Charo y su marido, Enrique y yo. Al llegar me volví a encontrar triste, y como estaba a punto de llorar, dije que iba al baño. En un pasillo solitario le pedí a papá que me quitara la inexplicable tristeza, y como pude, me recompuse y salí. Al llegar los veo a los tres muy sonrientes delante de un gran cuadro, mientras Enrique me dice: "mira esto". Vuelvo mis ojos al lienzo y me encuentro con la pintura de un hombre (sentado y como de medio cuerpo) del siglo XVIII, vestido a la usanza de la época. Me fijé en su cara, y me llamó la atención su mirada. Era una mirada cálida y serena que inmediatamente me reconfortó. Busqué el autor -que no recuerdo su nombre- y el título del cuadro. Me quedé helada: "Joaquin Pareja-Obregón". Mi marido y mis amigos pueden corroborar esto. Se me quitó la tristeza del tirón. Besos. Tu hermana Concha.

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  9. Concha busca en "Condado de la Camorra" y verás el cuadro..

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  10. Gracias Lourdes, ya lo he encontrado. Es un cuadro precioso, pero a mí en aquel momento me transmitió algo muy especial. Concha

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  11. Celso, con tu permiso voy a dar los datos del cuadro que yo ví: retrato al oleo de Joaquin Joseph Pareja-Obregón y Chacón. Pintado por el artista Vicente López en el siglo XVIII, y efectivamente se conserva en el Museo de Bellas Artes de Valencia. Besos. Concha

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  12. ¡Carajo! por la cosas que contamos parecemos hermanos...

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  13. Celso, con tu permiso me gustaria contar un cuento que me ha contado esta mañana una persona que está pasando por una pequeña dificultad, de las muchas que hay en la vida.
    "Dicen que alguien al caminar siempre veía dos pares de huellas en su camino, aunque caminaba con sus dos piernas. De pronto la vida le trajo una dificultad más de las muchas que hay, y esta persona empezó a ver sólo dos huellas. Entonces, extrañada la persona, se dirigió a Dios y le preguntó qué podía ser eso. Entonces Dios le contesto: "Cuando veas una sola huella, piensa que la otra que veías era la mia, sólo que ahora te llevo en brazos porque me necesitas más".
    Me ha parecido precioso y por eso lo cuento. Concha.

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  14. P.D. Esta persona es la alegría personificada. Concha.

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  15. Querido Celso, es una alegria leerte a ti y a tus hermanas,¡¡Que bonitas las historias¡¡
    Un beso a los tres

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  16. Gracias amig@ Anónimo en nombre de mis hermanas y en el mío.
    Un beso.

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  17. Celso, yo también le doy las gracias a esta persona anónim@ y espero seguir contando historias bonitas. Muchos besos. Concha.

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  18. Me ha gustado mucho tu relato sobre los campamentos que hacíamos todos los veranos con el padrE Rios, yo iba con las salesianas de Nervión, y para mi, aunque eran muy duros,eran maravillosos me lo pasaba fenomenal

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  19. Me ha encantado tu relato. Me ha recordado mi época de Montañera de Santa María cuando vivía en Zaragoza, aunque, sinceramente, en mi caso no fue en absoluto angustiosa, todo lo contrario, disfruté muchísimo. Y eso que el padre Gracia nos sometía a unas actividades que bien podrían calificarse de castrenses, aun así, yo era más feliz que una perdiz.

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  20. Gracias makooke... yo entonces no fui feliz... pero ahora si soy feliz por haber estado allí y haber sentido lo que sentí. A veces suño con aquellos días y ya disfruto estando allí... algo es algo.

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