Recuerdo
–mi madre me ayuda a recordar- mis primeros años en el Colegio de la Sagrada
Familia de Urgél en la calle Marqués de Nervión de mi barrio sevillano. En
aquellos años el material escolar era escueto: una Enciclopedia Álvarez y unos
cuadernos de caligrafía con dos líneas horizontales y paralelas para poner las
letras y hacer las planas dentro de sus renglones y otros con páginas
cuadriculadas para encuadrar los números del uno al diez sin olvidarnos de
ninguno y los signos de las cuatro reglas con los que hacer las cuentas.
Entonces los niños llevábamos y traíamos libro, libretas, plumier, lápices,
sacapuntas y goma de borrar dentro de una cartera de cuero con sus hebillas
para cerrar y sus asas de mano; cartera que nunca debimos tirar y que yo no se
lo que daría por volverla a recuperar.
Estos
primeros deberes de párvulos no me causaron ningún trauma apreciable ni tampoco me robaron un ápice de tiempo de
disfrutar de mi requete-feliz vida familiar, de hecho recuerdo que era
perfectamente capaz de estar haciendo los deberes y a la vez contarle a a mi
madre o a mi tata lo bien que lo había pasado en el recreo jugando a los combois
con mi hermano Josemaría -un año menor que yo- mientras mis hermanas gemelas
Concha y Lourdes, -un año mayores que yo- bailaban el twist con un aro en la
cintura y la coqueta Pilar se reía sin parar y bailoteaba con esa gracia
natural que Dios le ha dado a mi hermana pequeña.
Pienso
que esos deberes escolares fueron quizá la primera responsabilidad que nos
impusieron en nuestra recién estrenada vida colegial. Mañana tenéis que traer
este copiado, o completar estos números o hacer estas cuentas, ordenaba la
monja (Madre Lucía o Madre Presentación)
y nos la marcaba en el libro o cuaderno con una cruz. Y adquiríamos la responsabilidad
de hacer caso a nuestro educadora y profesora. El “deber” de obedecer.
Empezábamos a ser responsables.
Con
ocho años me cambiaron mis padres a Portaceli, un Colegio de curas concertado y
muy exigente en la educación donde la mayoría de los profesores eran seglares.
Los deberes fueron aumentando en cantidad y dificultad, pero no me impidieron
llevar una vida psicológicamente sana y sin complejos durante mi adolescencia y
juventud. Creo que no se puede haber sido mas feliz.
Es
verdad que con el paso de los cursos hacer los deberes precisaban algo mas de
concentración y un ambiente menos festivo (cosa difícil a veces en mi caso
particular en una casa de ocho hermanos) por lo que mi madre con buen criterio
dispuso un buró en el dormitorio compartido con Josemaría para que hiciéramos
los deberes con la tranquilidad adecuada. Era un buró de madera marrón que mi
padre había usado para guardar herramientas y recargar cartuchos. Tenía una
tapa que se desplegaba sirviendo de mesa y que dejaba al descubierto cajones
llenos de lápices, plumillas y reglas, algunos cajoncillos todavía al abrirlos
guardaban el olor de cartuchos, fulminantes, pólvora, pegamentos y material de
soldadura. Ambientado con esos aromas hogareños hacía yo mis deberes diarios
después de llegar del colegio y merendar tranquilamente, mientras la vida
domestica transcurría plácidamente sin que mis padres se traumatizaran por no
tenerme encima dando la lata o jugando al futbol en el pasillo.
Ni la
Gramática, con sus antipáticas oraciones llenas de complementos directos o
indirectos (que nunca supe distinguir correctamente) ni la Aritmética, que se
iba complicando cada vez más con ecuaciones misteriosas, no me dejaron trauma
alguno en mis cortas entendederas ni me impidieron jugar al futbol cada día de
mi vida durante muchos muchos años.
Tampoco
me afectaba tener que rellenar un mapa de España situando los ríos principales
y las cordilleras en sus regiones correspondientes o poner nombres a los mares
que nos han rodeado desde que el mundo es mundo. Era capaz de hacerlo y después
cenar con mis padres y hermanos como si nada, fíjense ustedes.
Tampoco
me causaba gran desazón los problemas de Matemáticas con los decimales y las
cuentas con fracciones, hasta conseguí saber usar el libro-tabla de los logaritmos
neperianos, lo cual todavía hoy día me sigue llenando de asombro.
Las
Ciencias Naturales son fascinantes, estudiábamos los planetas, los fenómenos
meteorológicos, la formación de los continentes y de las montañas, los animales, los mamíferos, los peces, los anfibios, etcétera; leer una
lección de Ciencias era disfrutar de la aventura de la vida para cualquier
chaval con imaginación. Las Ciencias siempre fueron compatibles con leer en la
cama los libros de Tintin y luego soñar con aventuras en globos y eso, pero
comprendiéndolo.
Mas
tarde disfruté con los deberes de Química, con la Tabla Periódica y las
fórmulas de las uniones entre elementos, de los ácidos y las bases que daban
sal más agua (el buró termino convertido en un laboratorio de Alquimia) y no
daba crédito a las maravillosas reacciones que imaginaba ocurrían
constantemente a nuestro alrededor. Estos deberes si debo confesar que afectaron
a mi relación con mi madre cuando quemé
los visillos de mi cuarto ensayando la fórmula de la pólvora.
Los
deberes de Física me costaba mas trabajo comprenderlos en los libros pero recuerdo
fascinado los experimentos fabulosos que realizábamos en el laboratorio del
cole y que desvelaban los arcanos ocultos mágicos de la materia y la energía. Hacer
problemas de Física en casa podía resultar exasperante o aburrido, pero no
conozco a nadie de mi curso que necesitara apoyo psicológico por eso.
Nunca
me gustó estudiar Historia y confieso que estoy totalmente pegado en esa
asignatura y mentiría si no confesara que me aburría soberanamente con los
avatares de los Reyes Godos y todo lo que vino después con los tejemanejes
reales. La historia de cómo aprobé la Historia de cuarto de Bachillerato es un
mal ejemplo y no pienso contarla.
Hacer
los deberes –repito- era la única responsabilidad que teníamos no impuesta por
nuestros padres. Los deberes eran ni más ni menos que una verificación de que
lo explicado en clase por el profesor había sido bien entendido y asimilado por
los alumnos. Llevar los deberes hechos constituía una señal de respeto para con
nuestros profesores y una demostración de interés en su asignatura. Así el
profesor iba evaluando al alumno día a día teniendo en cuenta la predisposición
a aprender y el interés demostrado en clase, ambos se reflejaban en el
resultado de los deberes.
Por
lo tanto no hacer los deberes sin causa justificada era considerado una
indisciplina, también una falta de respeto a los compañeros y como es lógico
acarreaba una nota negativa. Eso era aceptado por todos: profesores, educadores
y padres, sin excepciones. Lo contrario constituía un agravio comparativo.
Bien
es verdad que a veces, sobre todo cuando se acercaban los controles mensuales o
los exámenes trimestrales la carga de deberes diarios podía ser excesiva… para
quien no los hubiera hecho antes. Pero en estos casos recuerdo que los
profesores se esforzaban en ayudar a aquellos alumnos que tenían más
dificultades y se les deba la oportunidad de repasar de nuevo las lecciones que
no hubieran asimilado, incluso en horas extraordinarias fuera del horario
normal.
Recuerdo
la satisfacción que sentía las veces que me sacaban a la pizarra para revisar
mis deberes y explicar los problemas o tomarme la lección del día anterior y
escapaba mas o menos decentemente, volvía a mi pupitre pavoneándome relajado y
feliz además del orgullo personal por el deber cumplido. Cr Por cierto mi padre no era muy y a los
compañeros.e no sab que ir a que un profesor se esforzare por supuesto si
hubieran hechoéanme si les digo que muchas otras veces volví a mi banca
abochornado y con un cero patatero y angustiado por un “castigo” al tener que
acudir a esas clases extraescolares incluso algún sábado por la tarde. Y si he
resistido "tamaña crueldad" -tener que ir en horario especial a que un profesor
se esforzara en enseñarme lo que no había estudiado en su día para que pudiera
aprobar los exámenes-, digo que si entonces pude superar ese “daño” sin secuelas
psicosomáticas… era debido a la extraordinaria calidad humana y labor educativa
excepcional de mis profesores. Por cierto mi padre no estaba muy de acuerdo con
eso de los castigos los sábados pues se quedaba sin su “can/cobrador de
pájaros”, de tal manera que en la época de cacerías me instaba a estudiar y a
que hiciera los deberes con gran interés. Cosas de mi padre.
La sensación
gratificante del “deber cumplido” es lo que esperan los profesores de los
alumnos a los que mandan deberes para hacer en casa. La educación escolar no
debe limitarse a asistir a las clases y escuchar las lecciones o hacer los
trabajos durante el horario lectivo. Trabajar y estudiar sin la presencia del
maestro o del profesor es muestra de madurez y de sensatez, fortalece la
disciplina y la autoestima y es una señal de respeto a los educadores y a los
compañeros.
Enfrentar
a los alumnos con los profesores, quitándoles a estos autoridad y docencia es
una actitud desconsiderada y negativa en la educación de los jóvenes. Quienes
defienden esta opción en contra de la obligación de hacer deberes fuera del
horario escolar están dando mal ejemplo a los educandos y creando un precedente
muy nocivo para la excelencia de la educación en España.
Los
Deberes son también Obligaciones en la Educación y no van a traumatizar ni a
quitar tiempo para que los jóvenes tengan una normal relación familiar.
(Siempre que esta “normalidad familiar” exista previamente). Eso -en mi humilde
opinión- es una paparrucha, señores.
Sinceramente
el motivo esgrimido me suena a coger el rábano por las hojas. Y el significado
exacto de este dicho o refrán viene muy bien al caso de estas asociaciones de
padres de alumnos en contra de los deberes.
Que
por supuesto si estos señores hubieran hecho bien los deberes en su día no
tendrían dificultad en comprender lo que quiero decir.