Doña Laura no comía sandía porque estaba de luto y era fruta colorada, pero en cambio no perdió la costumbre de aliviar su furor con jóvenes muchachos durante aquellas lentas y calurosas siestas hasta que agotaba sus jugos seminales dejando sus miembros como pimientos secos, siempre sentada encima de ellos y con los ojos bien cerrados, imaginandose quien sabe qué.
Luego, por las tardes se sentaba en la mecedora a hacer ganchillos, tan tranquila, bien peinada y arreglada con cualquiera de sus muchos vestidos negros, mientras tarareaba cantes de ida y vuelta a la manera de Pepe Marchena, en el fresco patio se su casa, expuesta a las miradas y siendo el motivo de conversaciones de todo el pueblo, que como puede una mujer cambiar tanto, que desde que murió el Notario, su difunto esposo, hace ya para tres años, viene deshonrando su memoria periódicamente a la hora de la siesta sin ningún tipo de pudor ni recatamiento y luego vestirse de luto a tomar el fresco, que poca vergüenza, si don José levantara la cabeza…
A pesar de su reputación seguía recibiendo visitas a lo largo de las tardes. El cura, siempre que la viuda cambiaba de amante, acudía para acusarla de desviar a otra oveja del rebaño de Señor por el camino de la concupiscencia y el pecado y que de seguir ese ritmo terminaría pervirtiendo a todos los jóvenes del pueblo y de los alrededores, y ella respondía que no Padre, que a todos no, solo a unos cuantos, y que de momento no se confesaba porque le faltaba el verdadero arrepentimiento y la contrición, pues no estaba convencida de pecar ni descarriar ovejas, que quienes acudían a ella sabían bien lo que se hacían y al final tranquilizaba al preocupado cura asegurandole que cuando le faltara el deseo permitiría que le diera la absolución, con garantías de propósito de la enmienda y cumplir la penitencia.
Constantemente la visitaban varios pretendiente a los que hacía sentar en incomodas sillas de anea y ofrecía anís con agua fresca mientras rechazaba una y otra vez con un gesto de displicencia y la cara arrebolada de salud, sus proposiciones de casamiento con ofertas de fincas, ganado, mansiones y joyas, sin cesar de hacer punto ni de mecerse.
El portón abierto de su casa era un paso constante de varones de todas las edades que bien afeitados y repeinados miraban hasta el fresco patio interior y dejandose ver sonreían y saludaban educadamente esperando un gesto de reconocimiento o quizá una invitación a pasar, tomar un vasito de anís y quien sabe que otro tipo de proposición.
Pero esa no era la forma de llegar hasta ella. De ese menester se ocupaba la única criada que tenía, una vieja encorvada que siempre pasaba desapercibida y la gente no sentía su presencia de sigilosa y silenciosa que aparecía y desaparecía, todos la creían ciega, sorda y muda, lo que le daba categoría de objeto inútil, sin trascendencia.
Remedios, que así se llamaba la alcahueta, nunca supo su edad ni su origen. Había criado al Notario desde que nació, como a un hijo lo quiso siempre y como tal lloró su muerte, cumplió siempre sin rechistar sus ordenes, adivinando siempre por adelantado sus deseos que ejecutaba con devoción verdadera, por eso ahora cumplía la petición que don José le hizo en su lecho de muerte cuando estaba agonizando, que nunca abandonara a doña Laura, que la cuidara y obedeciera y que dispusiera todo para que no le faltara nada de lo que ella hubiese tenido en vida de él.
Fue sobre tres meses después de la muerte del Notario cuando Remedios comenzó a oír en las tediosas siestas gemidos diferentes a los producidos por la pena del recuerdo y que ella supo atribuir con buen criterio a la nostalgia de la costumbre de sus amos cuando en esas lánguidas horas la casa se llenaba de suspiros de amor y alegría de somieres que dejaban paso al sueño de respiraciones felices.
La criada tenía perfectamente conservados los sentidos que la gente creía agostados y no solo veía perfectamente sino que poseía visión en la oscuridad y se desplazaba por la casa a oscuras igual que a la luz del día y buscaba y encontraba objetos perdidos sin ayuda de lámparas porque con su fino oído captaba el respirar de los muebles de madera y el silbido eterno del cristal de las lámparas y por supuesto cualquier conversación que se celebrase en la casa o en sus alrededores, sabía distinguir y recordar el tono de las voces y descifraba los murmullos de los admiradores que rondaban la puerta de la casa. Así siempre supo cual era el más adecuado.
Y es que Remedios, recordando la promesa que hizo a su amo se ocupó de que la viuda no sufriera esa desazón motivo de insomnio, que volviera la normalidad de los ruidos de la siesta y luego el sueño reparador, y que doña Laura por las tardes volviera a lucir su cara de felicidad, exactamente igual que cuando vivía don José.
La primera casa que tuve cuando me casé fue la de Calañas. Es un pueblo casi perdido en las estribaciones de la sierra de Huelva, andévalo puro, tenía y tiene el encanto de la sencillez y del tiempo parado, su Virgen María Santísima Coronada, las minas de Sotiel y un pantano maravilloso dónde un día oímos al ruiseñor. La casa se la alquilamos a una señora parca en palabras y vestida de riguroso luto. Nos dijo que nos hacía un favor, aunque ella no tenía necesidad, pero al ser un profesor recién casado con su mujer no le importaba que viviéramos en ésa casa que ella tenía cerrada, pero con dos condiciones. Una, no llevar a nadie de fiesta allí y dos, no intentar abrir el cuarto de mano derecha que ella tenía cerrado con llave, porque allí había fallecido su madre. No nos lo pensamos porque la vivienda estaba en plena plaza del pueblo y porque realmente no había mucho dónde escoger. Manolo trabajaba en el instituto por la mañana hasta las dos y de seis a nueve por la tarde en un área de nocturnos, estamos hablando de 1980. Me pasaba prácticamente el día sola en aquella caserona. Tenía un portalón de entrada con una barra maciza de cerrojo por dentro y tres cuerpos de casa sin ventilación que yo no usaba nada más que para pasar. En el segundo cuerpo estaba la habitación cerrada de la fallecida madre de la dueña de la casa, la única iluminación que había en los tres tramos era una bombilla encima del cuarto misterioso. Afortunadamente al final de tanta oscuridad venía la luz. Una salita con un gran ventanal que daba a un patio florido de geranios y begonias, príncipes y jazminez azules, un dormitorio con ventana también al patio, y ya fuera de la casa, entre las flores, una gran cocina con chimenea y cuarto de baño bien equipado. La casa, hasta llegar a la luz, tenía otra particularidad, estaba cuesta abajo, hacía el terreno una bajada que terminaba en la salita del ventanal. Por las tardes me sentaba a ver la tele, a la derecha la oscuridad y el cuarto misterioso, a la izquierda el ventanal florido. Por las noches encendía la única luz de bombilla pelada encima de la puerta prohibida, y alumbraba la salita con lamparitas por todos lados y la tele a todo volumen. Una tarde-noche, cansada y un poco triste miraba la tele mientras echaba muchas cosas de menos, sentí a mi derecha demasiada oscuridad y me dí cuenta que la bombilla infame se había apagado, me levanté a encenderla pero cuando íba llegando se encendió sola; me quedé parada literalmente, pero reflexioné no sé qué y me volví a mi salón de luz intentando estar tranquila. Al ratito miro y otra vez apagada, cuando voy llegando a la puerta, se enciende sola. Entonces sí, entonces me acordé que solo tenía veinticuatro años, que hacía dos meses que había salido de mi casa de Sevilla, y que la mujer aquella había dicho que en ésa habitación había muerto su madre..Abrí el portalón y sin cerrarlo y a las ocho de la noche del mes de febrero, salí corriendo lo más rápido que pude hasta el instituto, entré, bueno irrumpí en la clase de mi marido y le dije que no volvía a aquella casa, del tirón. Volvimos los dos corriendo porque entre otras cosas la puerta la dejé abierta, pero me sorprendió que dos mujeres que vivían a mi lado, me hubieran visto salir despavorida y estuvieran esperándome asustadas y guardando la casa. Manolo ajustó la bombilla que estaba floja, pusimos un lamparón de pié en medio de la casa para espantar a la oscuridad y las dos vecinas venían a verme todos los días. Una me traía la leche recién ordeñada y hervida con siete subidas, como debe ser..!!qué rica!!, la otra me bordó un mantel con una rosa y un clavel..Al final de curso ya estaba embarazada y feliz.....la bombilla no volvió a encenderse a su antojo..y en Junio nos fuimos a otro pueblo...pero ésa es otra historia..
ResponderEliminarEres genial hermano,,,perdona mi atrevimiento por alargarme tanto, pero quiero que sepas cosas que me han pasado..un beso artista..
ResponderEliminarQué linda eres mamá.Ha merecido la pena.Campeona
ResponderEliminarLourdes, te lo digo de verdad: tu también escribes de maravilla. El relato de Celso es precioso, pero el tuyo igualmente lo és. Yo estuve en tu casa de Calañas y es tal y cómo la describes, además, en alguna ocasión te he escuchado contar lo de la bombilla. Celso, sigue contándomos cosas tuyas; me encantan. Besos a los dos. Vuestra hermana Concha.
ResponderEliminarHermana Lourdes: ¡TE ORDENO QUE NO PARES DE ESCRIBIR!,
ResponderEliminarTienes muchas cosas que contar y te aseguro que escribirlas es una gran terapia (lo digo por mi el primero), tienes que escribir mucho porque ademásl o haces estupendamente, es una delicia "escucharte" y transmites perfectamente tus emociones y miedos, y eso no esta al alcance de cualquiera. Enhorabuena.