Cuando empieza a vislumbrarse claridad por levante y empieza a asomarse la bola naranja por encima de Punta Umbría, nuestra ría se sonroja de vergüenza por lucir tan bonita; y en las dunas de la otra banda, donde todavía esta fresca la arena, se reflejan los primeros diamantes de luz, de millones de granos del más fino cristal, un tesoro inagotable que hemos podido apreciar los que hemos amanecido allí alguna vez...
El agua adormilada comienza a despertar y se va vistiendo de colores a la par que el cielo se ilumina. El fresco viento del norte está dejando la ría perfumada de aromas de pinos y eucaliptos. Después, cuando se va calentando la orilla los barriletes se desperezan enseñando sus armas, asoman las gusanas arbiñocas sus bigotes por las cerraduras y los longuerones desenvainan sus falos carnosos.
Un zarapito agujerea el fango con precisión de cirujano, el curri-curri corretea dibujando un acertijo y empiezan las gaviotas a chillar pidiendo comida.
Sobre las faldas de las dunas recién peinadas van arañando las curianas un perfecto rail hasta las matas de verde jara. Una culebra pasa indolente y silenciosa y se enrosca en la solana para atrapar energía. Los gazapos se aventuran con miedo a salir de las madrigueras y roen sus primeras raíces del día.
No muy lejos los primeros runrunes de los motores de los pesqueros buscando la boca de la barra rompen el silencio natural de la desembocadura del Rio Piedra.
Ya los charranes se tiran de cabeza buscando hilos de plata bajo el agua transparente. En los bajos se pasean los robalos, las bailas se amontonan y como siempre rebullen de alegría, los chocos se molestan de tanta algarabía y se marchan enfadados cambiando de color.
Se va calentando el agua y la corriente ordena el fondo fangoso poniendo a cada uno en su sitio, las mojarras, las herreras, los roncaores, los sargos y las doradas buscan cangrejillos y gusanos, alguna solitaria corvina con ganas de pelea, barbea el fondo y traga crustáceos, un pejesapo feo como un rano abre una enorme boca y traga sin cuidado todo lo que se mueva, un lenguado aplastado se despega del fondo y se escurre por la arena dorada, el aguamala borbotea transparente contra corriente… empieza a subir la marea llenando los caños de vida, la marisma de aromas y las playas de alegría.
Ahora está el sol aplomado en lo más alto y la arena fina refleja orgullosa tanta luz que daña la vista. En la hora de la siesta.
Cruzando la carretera, en los cabezos de tuneras, almendros e higueras, se desgañitan las chicharras con ese zumbido elitroso que llega desde todos los pinos de la forestal, donde las marabujas se tuestan y adornan los carriles polvorientos.
Los pájaros se refugian a la sombra de las más apretadas ramas. Un lagarto verde y grande se asoma por debajo de una lasca y se vuelve a esconder asustado. Bajo los pinos corre una brisa especial, la que trae el fresco viento del suroeste, aire de la mar, salado y marinero, viento propicio para empujar los grandes trapos de los antiguos velachos con aquellas velas latinas y cangrejas que -en mi memoria de niño boquiabierto- todavía veo voltejear y trasluchar bien cargados con la pesca de varios días de faena, remontando el río hasta llegar a El Rompido.
Se calentó la tierra y una térmica hace que sople con fuerza el viento foreño encrespando la superficie del agua, que se agita salpicando a los navegantes.
Al atardecer la ría recupera su armonía de sonidos y su paleta de colores La corriente se lleva el agua otra vez a la mar la dejando la orilla empapada y a la vista el fango y sus entrañas.
Con el cambio de la marea empieza a amainar el viento. Se queda la ría como un espejo plateado donde se refleja la antigua Almadraba atunera.
Sinfonía del agua al desaguar tantos caños, al acariciar las proas de los barcos fondeados, al lamer las riveras y orillas que se van quedando húmedas y blandas, mostrando por levante de nuevo las playas de ensueño y los bajos relucientes.
Da gusto observar la ría a la caída de la tarde cuando esta tranquila la marea. El agua se templa de paz y se calla, solo se oye un rumor de cangrejos en la orilla deshollinando sus agujeros.
Huele a salitre, a ostiones, a fango, yo sigo oliendo el olor a pescado seco colgando de los obenques de los pesqueros, huele a madera gastada, a brea y algas.
Un marinero arrugado boga pausadamente en una vieja patera sin romper el agua casi, con el milagro artesanal de los remos y toletes de madera, y los estrobos de cuerda. Ya están calando trasmallos desde sus botes mis amigos de la infancia.
Ahora regresan de la mar por la boca de la barra los pesqueros rompieros enturbiando el fondo arenoso, las gaviotas compañeras oportunistas rastrean los despojos de las redes y se pelean como corraleras.
Vuelven las limícolas a correr por las orillas metiendo los zancos en el nutritivo barro. Los patos vuelan muy alto en colleras y, formando una uve pasan las espátulas y flamencos camino de su dormitorio. Las lisas se asoman sacando los morros para ver atardecer.
La luz se va despidiendo como protagonista del día, El sol parece que no se quiere ir: esta es mi hora preferida, parece decir y me manifiesto como quiero.
Es tan presumido este sol de por la tarde que le gusta que lo miren y nos permite mirarlo cara a cara.Aquí alumbro en naranja, allí en rojo, esta nube la pinto corinto y aquella blanca y celeste, tiñendo de colores el poniente.
Viene de nuevo otra marea, ahora más callada y tímida.
Se enciende el faro automático y las farolas alumbran las calles, encienden sus luces (abren sus fauces voraces) los bares y el pueblo huele a gambas y frituras mientras los niños juegan en esta plaza o en el paseo donde, ahora si, pueden montar en bicicletas.
Aunque la noche oculta los colores de la ría, en mi niñez, desde mi cama, seguía viendo en tecnicolor la arena blanca con destellos arco iris, la retama verde, la playa de mil tonos azules, ocres y con espumas nacaradas bajo un cielo azul marino.
Con este recuerdo, cada día de mi verano en El Rompido, me voy quedando dormido.