Comienza una nueva temporada de caza y a mis 64 años, cuando llevo ya más de 5
años sin pegar un tiro, me pregunto: ¿he sido cazador?
La verdad es que no lo
se. Quizá nunca me he sentido cazador como observo se sienten hoy día muchos de
los que están desenfundando las armas y preparándose para ojeos, batidas y
monterías variadas. A todos les deseo un año lleno de éxitos y sin percances. Yo
no recuerdo tener tanta afición como veo en los cazadores de hoy.
Hablando de
recuerdos, la verdad es que no sé bien cuando comencé a cazar. Dice mi madre que
como era el mayor de los varones y no fui al colegio hasta los seis años, mi
padre me llevaba desde muy pequeño al campo. El campo y escopetas eran más o
menos lo mismo en mi casa.
En mis primeros recuerdos relacionados con la caza,
me veo agazapado tras una mata viendo a mi padre tirar zorzales, siempre
esperando una señal para salir a cobrar los pájaros caídos alrededor del puesto.
Iba haciendo montones. Me gustaba perseguir a los alicortados entre trochas y
regajos hasta encontrarlos y recibir la sonrisa de asentimiento de mi padre al
verme volver con la pieza cobrada. A la caída de la tarde, casi sin luz, la
cacería al saco (¿cuántos? muchos…), la escopeta a la funda y calentito en el
coche para casa.
Colijo que mis primeros tiros, ya con siete u ocho años, fueron
con la escopetilla de 12 mm, con esos cartuchos finos y largos que sonaban de
maravilla. Terreras, cogujadas, alguna perdiz de peón o algún gazapo despistado
fueron mis primeros trofeos cinegéticos cobrados en las lindes de los carriles.
Al poco ya estaba tirando con el 20, dejando volar los pájaros y correr a los
conejos.
Tuve una mala experiencia por esos años, sobre 196… y tantos. Era
verano y fuimos a un descaste de conejos en la finca Las Manchorras, creo que en
Villanueva de los Castillejos, Huelva. Salimos desde El Rompido muy temprano. La
mancha estaba muy metida en el monte, dejamos los coches y fuimos en burros. La
cacería muy abundante, y yo siempre junto a mi padre, a su izquierda, tirando
con el 20 los conejos que quedaban renqueantes o los que mi padre me avisaba en
los claros. A última hora de la mañana, ya de recogida, decidieron rodear un
manchón y meter los perros. Mi padre me dejó por precaución sentado debajo de
una encina. De pronto escuché un ruido raro, como una explosión diferente, y vi
un brazo en alto sangrando. El cañón izquierdo de la escopeta de mi padre
reventó por la cara lateral y le destrozó la mano. La hemorragia era abundante.
Recuerdo el torniquete en el brazo, mi padre pálido mirándome sin quejarse,
contento de que yo no hubiera estado a su lado en ese momento, el regreso eterno
en burro hasta los coches, el traslado a Huelva en un Renault 4L lleno de
sangre. Después de unos meses de curas y sacar muchos plomos del brazo,
estábamos de vuelta en el campo, de nuevo cazando y yo a su lado, sin miedo.
He
tirado zorzales con mi padre por muchos pueblos de la campiña y la sierra de
Huelva y Sevilla; en algunos sitios, he visto a otros tiradores dejar la
escopeta para ver el espectáculo de mi padre haciendo dobletes y una lluvia de
zorzales cayendo. Eran otros tiempos.
Nunca me gustó levantarme de noche y
pronto fui relevado como escudero de mi padre por mi hermano José María, mucho
mejor tirador y con mucha más afición que yo.
Desde joven aprendí a recargar
cartuchos en las vainas que mi padre traía del Tiro de Pichón. En un pequeño
buró teníamos las herramientas y las prensas, la pólvora, los tacos, los plomos
de distinto calibre y los mixtos. En una tarde recargábamos doscientos cartuchos
que mi padre metía en bidones de lata pintados de verde. Todavía tengo alguno.
Mis años más felices de cazador fueron a partir de los 15 años que empecé a
cazar por mi cuenta. Los fines de semana íbamos a la dehesa de Los Cerros donde
vivía mi tío Joaquín con mis primos. Yo mangaba cartuchos recargados. La cacería
se convirtió en una diversión. Jugábamos a cazar. Salir con los perros al campo,
jalearnos conejos, zorzales y perdices (prohibido tirarlas, solo para el
reclamo, que aburrido…) o cobrar alguna liebre despistada que buscaba carroña
por los llanos de La Tiesa.
Otra diversión maravillosa era escaparnos por las
noches en el Land Rover o en mi 2CV sin capota para tirar conejos con la luz de
los faros, rodeados de perros ladrando; nunca vi mejor tirador en estos lances
que mi primo Joaquín (DEP), tiraba a una sombra y cobraba un conejo. Con una
pequeña navaja y de un par de tajos destripaba (las tripas eran un manjar para
los perros) y desollaba un conejo en menos de un minuto, todavía con la carne
caliente y palpitante. En la chimenea asábamos algunos antes de acostarnos.
Recuerdo un día que salí solo a dar una vuelta con una superpuesta del 20 que
estaba probando. Al atravesar una umbría se levanto de largo un pájaro que no
era una perdiz y lo bajé del primer tiro. Me quedé quieto, recargando, y al
momento voló casi de mis pies la collera, la dejé volar y aseguré el tiro. Dos
becadas “pitorras” que me colgué mas contento que qué. Al llegar al cortijo mi
tío Joaquín no se lo creía. Por supuesto les sacó las tripas con una ramita y
las colgó del pico en su cuarto… ¡que homenaje se pegaría a los pocos días!
A
veces teníamos que quitar zorros, pues no dejaban a las perdices criar. Los
puestos -seis o siete- se montaban sobre tablas en encinas y chaparros porque el
monte era apretado y los tiraderos peligrosos. Los jaleadores a caballo, el
primero tío Joaquín con sus zahones su trabuco y su escopeta, dando palos a las
matas y jaleando a los perros: ¡Pongo, Terrible, allí va, allí va…! Revuelo de
pájaros, conejos, los zorros dorados que van cayendo y algún gato rubio que se
entremete donde no debe y sale en la foto.
Otras -menos- veces tirábamos en La
Abundancia gachonas o polluelas, pero cuando había era un tiroteo y un remolino
de perros pasados por agua. Alguna vez me puse a los ánsares, pero no me gustó
eso de meterme en el fango antes de que amaneciera. Tampoco los patos eran santo
de mi devoción por el frío y la humedad de los puestos.
Se me daba mejor el pelo
que la pluma, o a lo mejor es que disfrutaba mas cazando con los perros que
inmóvil en un puesto porque soy inquieto y prefería buscar la cacería andando
por el monte, a esperar estático y sin moverme. Bueno, cuando entraban los
pájaros y uno tenía el día bueno, era una delicia, la verdad.
Por eso nunca he
cazado con el reclamo de perdiz (colgar el pájaro se llama), una de las
aficiones preferidas de mi padre. En mi casa siempre hubo pájaros perdices en
jaulones terreros y jaulas, y mi padre llevaba los libros de cacerías de cada
pájaro año tras año.
Mis primeras monterías fueron en El Puerto de la Virgen, en
Zufre, con mi tío Juan de Dios, allí maté mi primer cochino con 17 años, allí
hice los primeros aguardos con mi primo Juande (no me gustaron nunca) y allí me
quemé las manos tirando palomas torcaces. En esa finca lo pasamos también
estupendamente, era muy buena de conejos y perdices (también para el dichoso
reclamo…), y tenía muchos cochinos; no era difícil tirar un zorro con un poco de
paciencia. Las fiestas después de las cacerías eran otro aliciente de esa
magnifica finca serrana.
Desde joven también he tenido la gran suerte de
acompañar a mi primo Manuel Diego en la caza con halcones, azores y con águila
de Harris; la cetrería es un espectáculo ancestral digno de reyes, respetuoso
con el medio ambiente y absolutamente magistral. Ver un lance de un halcón en
picado o el vuelo vertiginoso de un azor entre los árboles hasta agarrar a su
presa es ver la naturaleza primitiva, el origen de la cacería.
Aunque parezca
mentira hemos cazado también en El Rompido, pues la forestal de Cartaya era
nuestro coto privado de caza durante todo otoño e invierno. Cazábamos con las
rapaces conejos y perdices en el monte bajo, las codornices en los trigos para
disfrute de los perros, inviernos de avefrías y palomas en la laguna de El
Portil, entonces un paraíso… hasta la “otra banda” de dunas de arena blanca a la
orilla del mar estaba cuajada de conejos y pájaros… si, eran otros tiempos.
Con
el paso de los años y tras la muerte de mi padre y sus hermanos, poco a poco me
fui desligando de la cacería.
Me apunté en varios cotos de zorzales, conejos y
algunos de caza mayor -siempre muy económicos porque nunca tuve jurdores-, pero
nunca repetí.
También he participado en numerosas cacerías de “bote” de
faisanes, palomas, patos y perdices donde he disfrutado mucho más de la
camaradería, de la amistad y de la gastronomía que de la “cacería”.
Hace unos 10
años que sufro una sordera galopante -tantos tiros en mis oídos desde niño- que
me obligó a tirar unos años con cascos, hasta que lo dejé por completo por falta
de oído… y de afición.
En realidad, siempre he sabido que no tengo cualidades ni
espíritu de cazador.
Pero a lo hecho… ¡pecho!