Mucho tiempo hace que deseaba escribir acerca de
tantos sinvergüenzas con nombres y apellidos y cargos honorables, reputados políticos,
empresarios turbios, destocados jueces, abogados sin escrúpulos, corruptos banqueros,
sibilinos mediadores, testaferros de barro y otros personajes alpinistas de las
economías que van por la vida de ejemplares triunfadores y no son más que
despreciables sabandijas que se comportan como sanguijuelas chupopteras de
nuestra sangre, de la sangre de los inocentes.
Y como la Literatura es mi aliada y siempre acude
cuando la necesito, resulta que leyendo como estoy la maravillosa novela de Ernesto Sábato Sobre Héroes y Tumbas me
encuentro en su tercera parte Informe Sobre Ciegos en el capítulo
13 estas maravillosas palabras que vienen a decir todo aquello que yo quería
decir pero que no sabía como hacerlo. Es justo lo que yo hubiera dicho, con las
mismas palabras...
Y se lo dedico al muy “Honorable” Jordi Pujol y su
afanosa familia que tanto quieren y admiran a los andaluces...
“… Me considero un canalla y no tengo
el menor respeto por mi persona. Soy un individuo que ha profundizado en su
propia conciencia ¿y quién que ahonde en los pliegues de su conciencia puede
respetarse?
Al menos me considero honesto, pues no
me engaño sobre mí mismo ni intento engañar a los demás. Ustedes acaso me
preguntarán, entonces, cómo he engañado sin el menor asomo de escrúpulos a
tantos infelices y mujeres que se han cruzado en mi camino. Pero es que hay
engaños y engaños, señores. Esos engaños son pequeños, no tienen importancia
del mismo modo que no se puede calificar de cobarde a un general que ordena una
retirada con vistas a un avance definitivo. Son y eran engaños tácticos,
circunstanciales, transitorios, en favor de una verdad de fondo, de una
despiadada investigación. Soy un investigador del Mal ¿y cómo podría
investigarse el Mal sin hundirse hasta el cuello en la basura? Me dirán ustedes
que al parecer yo he encontrado un vivo placer en hacerlo, en lugar de la
indignación o del asco que debería sentir un auténtico investigador que se ve
forzado a hacerlo por desagradable obligación. También es cierto y lo reconozco
paladinamente. ¿Ven qué honrado que soy? Yo no he dicho en ningún momento que
sea un buen sujeto: he dicho que soy un investigador del Mal, lo que es muy
distinto. Y he reconocido además, que soy un canalla. ¿Qué más pueden pretender
de mí? Un canalla insigne, eso sí. Y orgulloso de no pertenecer a esa clase de
fariseos que son tan ruines como yo pero que pretenden ser honorables
individuos, pilares de la sociedad, correctos caballeros, eminentes ciudadanos
a cuyos entierros va una enorme cantidad de gente y cuyas crónicas aparecen
luego en los diarios serios…
… De manera que estoy muy lejos de
sentirme avergonzado. Detesto esa universal comedia de los sentimientos
honorables. Sistema de convenciones que se manifiesta, cuándo no, en el
lenguaje: supremo falsificador de la Verdad con V mayúscula. Convenciones que
al sustantivo "viejito" inevitablemente anteponen el objetivo
"pobre"; como si todos no supiéramos que un sinvergüenza que
envejece no por eso deja de ser sinvergüenza, sino que, por el contrario,
agudiza sus malos sentimientos con el egoísmo y el rencor que adquiere o
incrementa con las canas. Habría que hacer un monstruoso auto de fe con todas
esas palabras apócrifas, elaboradas por la sensiblería popular, consagradas por
los hipócritas que manejan la sociedad y defendidas por la escuela y la
policía: "venerables ancianos" (la mayor parte sólo merecen que se
les escupa)…
Si se hicieran alinear todos los
canallas que hay en el planeta ¡qué formidable ejército se vería, y qué
muestrario inesperado! Desde niñitos de blanco delantal ("la pura
inocencia de la niñez") hasta correctos funcionarios municipales que, sin
embargo, se llevan papel y lápices a la casa. Ministros, gobernadores, médicos
y abogados en su casi totalidad, los ya mencionados pobres viejitos (en
inmensas cantidades)… gerentes de grandes empresas, jovencitas de apariencia
frágil y ojos de gacela (pero capaces de desplumar a cualquier tonto que crea en
el romanticismo femenino o en la debilidad y desamparo de su sexo), inspectores
municipales, funcionarios coloniales, embajadores condecorados, etcétera,
etcétera.
¡CANALLAS, MARCH! ¡Qué ejército, mi
Dios! ¡Avancen, hijos de puta! ¡Nada de pararse, ni de ponerse a lloriquear,
ahora que les espera lo que les tengo preparado!
¡CANALLAS, DRECH! Hermoso y
aleccionador espectáculo.
Cada uno de los soldados al llegar al
establo será alimentado con sus propias canalladas, convertidas en excremento
real (no metafórico). Sin ninguna clase de consideración ni acomodos. Nada de
que al hijito del señor ministro se le permita comer pan duro en lugar de su
correspondiente caca. No, señor: o se hacen las cosas como es debido o no vale
la pena que se haga nada. Que coma su mierda. Y más, todavía: que coma toda su
mierda. Bueno fuera que admitiéramos que coma una cantidad simbólica. Nada de símbolos:
cada uno ha de comer su exacta y total canallada. Es justo, se comprende: no se
puede tratar a un infeliz que simplemente esperó con alegría la muerte de sus
progenitores para recibir unos pesuchos en la misma forma que a uno de esos
anabaptistas de Mineápolis que aspiran al cielo explotando negros en Guatemala.
¡No, señor! JUSTICIA Y MÁS JUSTICIA: A cada uno la mierda que le corresponda, o
nada. No cuenten conmigo, al menos para trapisondas de ese género.
Y que conste que mi posición no sólo es
inexpugnable sino desinteresada, ya que, como lo he reconocido, en mi condición
de perfecto canalla, integraré las filas del ejército cacófago. Sólo reivindico
el mérito de no engañar a nadie. Y esto me hace pensar en la necesidad de
inventar previamente algún sistema que permita detectar la canallería en
personajes respetables y medirla con exactitud para descontarle a cada
individuo la cantidad que merece que se le descuente. Una especie de canallómetro
que indique con una aguja la cantidad de mierda producida por el señor X en su
vida hasta este Juicio Final, la cantidad a deducir en concepto de sinceridad o
de buena disposición, y la cantidad neta que debe tragar, una vez hechas las
cuentas.
Y después de realizada la medición
exacta en cada individuo, el inmenso ejército deberá ponerse en marcha hacia
sus establos, donde cada uno de los integrantes consumirá su propia y exacta
basura. Operación infinita, como se comprende (y ahí estaría la verdadera
broma), porque al defecar, en virtud del Principio de Conservación de los
Excrementos, expulsarían la misma cantidad ingerida. Cantidad que vuelta a ser
colocada delante de sus hocicos, mediante un movimiento de inversión colectiva
a una voz de orden militar, debería ser ingerida nuevamente.
Y así, ad infinitum…