Ayer me convidó mi amigo Pepín Lirola a los toros.
Dos entradas de primera fila de barrera en el tendido 11. Una tarde de
primavera veraniega, muy sevillana, luminosa y refulgente sobre la cal y el
albero de la Plaza de Toros de Sevilla, la más bonita del mundo. Y reconozco
que fui sin ganas, como suelo ir desde hace ya años a ver las “corridas de
toros”, sin ganas y con espíritu
crítico, incluso un poco con la intención de ponerme en el lugar de los
antitaurinos que consideran una “crueldad” todo aquello que le sucede al toro
durante su lidia y muerte en la plaza.
El cartel de toreros es lo de menos, tres toreros
jóvenes que deberían de salir a comerse el mundo en forma de toro bravo. Los
toreros merecen todo mi respeto y admiración pues sé que todos son unos
valientes que se juegan la vida cada tarde que se ponen delante de una
vaquilla, de un novillo o de un toro.
Esta reflexión taurina no surge de nada
que tenga que ver con el oficio ni con las personas-toreros-subalternos-picadores-etcétera,
es una opinión sobre la conveniencia o no de defender la llamada “fiesta de los
toros” y como hacerlo.
Y voy a empezar por el final, por donde quiero
llegar: la única defensa cierta y lógica que tiene esto que llamamos “las
corridas de toro” consiste en la bravura del toro. Si el toro no es bravo, todo
se convierte en una farsa embustera, en una charlotada y en un esperpento que
es muy posible que produzca rechazo vergonzoso por antinatural y sangriento.
Por supuesto que sí. Es como si –imaginaros- para matar a un toro retinto
criado para ser carne de restaurantes lo sacrificaramos en público y le
pusiéramos banderillas, puyazos a caballo y luego estocadas y puntillazo. Y el
público en los tendidos de la plaza, aplaudiendo y tomando copas o comiendo un
guisote mientras el animal se desangra impotente y sin saber que es lo que
ocurre a su alrededor. Ni más ni menos que eso es lo que aducen los vehementes
antitaurinos que esta sucediendo en la corridas de toros que nosotros –los
“taurinos”- defendemos e intentamos razonar. Y si seguimos así puede que el
tiempo les dé la razón.
Lo que diferencia a un toro manso de un “toro de
lidia” es la bravura. ¿Y que es “la
bravura”?
¿Diríamos que un león es bravo? ¿Un tigre? ¿Un
cocodrilo? ¿Un tiburón? No señores. Estos animales son fieros solo cuando
tienen hambre y además suelen ser cobardones y cazan solo en grupos o cuando
ven que la presa esta desprotegida. A la menor dificultad se dan la vuelta y a
esperar tiempos mejores. El concepto de “bravura” viene determinado por unos
genes especiales que incluyen muchas cualidades asombrosas que se dan específicamente
en el “toro de lidia”. La bravura no depende de los instintos del animal, del
hambre o la sed, ni tiene que ver con el celo, ni con la defensa de su
territorio… tiene que ver con la esencia misma del Toro Bravo, con miles de
años de ser señor y dueño de las marismas y de los pastos hispanos sin tener
otro depredador y enemigo que sus hermanos de manada... o el hombre con afán
domesticador.
Y es este hombre con afán domesticador el único que
puede modificar la genética brava del toro de lidia. Desde que hace ya cinco siglos
los frailes terratenientes decidieran agrupar a las manadas de estos salvajes
uros (Bos Taurus Hispánicus) en
cerrados porque apreciaron en ellos estas cualidades específicas y más tarde decidieran
cederlos para ser expuestos al público en espectáculos públicos (“corridas de toros”) y para luchas entre toros
con otros animales o entre toros y hombres, hasta hoy día, la energía que mantiene
viva y encendida esta unión entre toros y toreros es eso que llaman “la bravura”.
La bravura es lo que hace que esto bovinos especiales embistan
una y otra vez sin descanso y con tesón al peligro que se les presenta en forma
de invasión de su intimidad, de su territorio inmediato. No cesarán de embestir
con codicia y tesón hasta que se le agoten las fuerzas, hasta la muerte… Es este
instinto de acometer embistiendo sin desmayo con la cornamenta por delante
buscando topar y desembarazarse del peligro (cornear), es lo que define al toro
bravo.
Con el paso de los años las manadas de toros fueron
pasando de manos de los frailes (Iglesia) y de la nobleza (Realeza) a manos de
criadores particulares que fueron seleccionando aquellos ejemplares que mas les
gustaban según sus caracteristicas externas (fenotipo) y su instinto y
comportamiento (genotipo). Es lo que conocemos por “trapío” o aspecto externo y
“casta” como sinónimo de bravura
heredada supuestamente de su reata, de sus progenitores. A los toros de lidia
hoy día se les supone la “casta” igual que a los solados el valor.
Desde que tengo uso de razón he sido testigo de la evolución
fenotípica y genotípica del toro de lidia. Y perdonen mi inmodestia pero yo con
cuatro o cinco años, sentado a las faldas de mi tia-abuela Doña Concepción de
la Concha y Sierra en la plaza de
tientas de la Abundancia miraba através de un ventanuco las corridas que se
iban a embarcar a las palzas de toros de Madrid, Zaragoza, Barcelona, etcétera,
y lo que veía me parecían los animales mas bellos y terroríficos del mundo,
berrendos en blanco y negro, ensabanaos, chorreaos, sardos… y más tardes en La
Alegría con mi tío Juan de Dios y mis primos he admirado la belleza y grandeza
del toro bravo libre en el campo.
Y por eso soy de la opinión de que la única defensa
que tenemos los que admiramos a estos animales y los que nos gustaría que
siguieran muriendo heroicamente en una plaza de toros luchando por su vida
eterna (si, eterna he dicho) es que los señores ganaderos que tiene en sus
manos las selección de esta especie animal tan excepcional salvaguarden su
bravura y casta brava anteponiendo esta cualidad psicológica indispensable y
patognomónica del Toro Bravo a otros
aspectos menos necesarios como podrían ser la “bondad”, la “clase”, la “suavidad”,
la “docilidad”… adjetivos que no concuerdan con la defensa que propongo del
toro de lidia.
Dejemos que los artistas sean los toreros y no los
toros. El toro tiene que ser un animal con instinto de embestir y la codicia de
cornear. Y cuanto más mejor. Y tiene que tener peligro. Y tiene que defenderse
en determinados momentos y atacar en otros. Y tiene que desarrollar
instintivamente sentido de supervivencia. Y tiene que morir matando si puede…
Y que cuando salga un toro a cualquier plaza de
toros de España, de Francia, de America o de cualquier rincón del mundo se haga un silencio de respeto y admiración al animal que por
su tipo y por su carácter, por su lucha y por su muerte tan digna en cada Plaza
de Toros, merezca el reconocimiento del público, todos puestos en pie y
orgulloso de nuestras tradiciones.
De esta manera tendremos Toros toda la vida.