Esta tarde he dado mi primer paseo y carrerita deportiva
por mi pista particular que es la playa de la “otra banda”, la orilla que da a
la mar de la ria que forma el Rio Piedras en su desembocadura. La playa a la
que me refiero es un paraíso natural, salvaje y desolado, orientado al sur,
donde rompen las olas del océano Atlántico alisando las blancas y finísimas
arenas que son amontonadas allí desde hace miles de años por las corrientes
marinas y el viento de poniente, el bendito suroeste tan fresco y fragante, que
se encarga de ordenar estos minúsculos granos de tierra del fondo del mar
formando dunas de oro y plata.
En mi paseo, que comienzo de cara al sol que ya busca el
oeste para dormir, voy siguiendo la orilla. Tengo a mi derecha la playa
encendida de millones de brillantes granos de arena que relucen titilando calor
y a mi izquierda el inabarcable mar azul que se funde con el celeste cielo allá
en el horizonte. Acaso la silueta de un pesquero se difumina o el dibujo de una
vela blanca recortada y apacible. Bajo mis pies una lámina de agua transparente
fresca y limpia, cuajada de vida y de futuro. De vez en cuando mi pausado trotar
asusta a un banco de pececillos que huyen con movimientos coordinados y
precisos. La banda sonora original la compone el murmullo del mar y el piar de
los charranes en sus cortejos amorosos. El sentido del olfato se funde con el
regusto a sal que impregna el aire vivificador y deja salitre en mi cuerpo
con cada respiración.
Pero me emociono especialmente cuando veo a lo lejos
el bando de gaviotas que parece me estuviera esperando en el mismo sitio todos los años.
Serán unas doscientas entre adultos y pollos de este año. Allá están ellas, posadas muy serias y
quietas casi formando un circulo, siempre de cara al viento aprovechando los
últimos rayos caloríficos del día. Se balancean y columpian casi
imperceptiblemente, y de vez en cuando alguna aletea sin desplazarse, solo para
desanquilosarse o para que el sol caliente sus plumas mas interiores.
Cuando me voy acercando a ellas aflojo el paso
haciendolo mas pausado y silencioso si cabe. Procuro no hacer movimientos
bruscos. En la parte externa del perímetro del grupo se suelen colocar los adultos,
mas robustos, de plumas blancas nacaradas, alas de un gris perlado precioso y picos gruesos. Se
van apartando de mi rumbo con parsimonia, muy discreta y elegantemente, casi
sin mirarme, formando una especie de pasillo de unos diez metros de ancho. Yo
disimulo y las miro de reojo, con respeto, y percibo que se sienten algo halagadas por mi actitud con ellas. Los pollos, de plumas todavía en tonos grises
y andares nerviosos no aguantan tanto mi cercanía e inician -en grupos de
quince o veinte cada vez- un vuelo bajo y elegante, como un ballet orquestado planeando, sin esfuerzo a unos metros de mi cara para rodearme y volver a posarse
enseguida otra vez a mi espalda. Entonces entonan un chillido especial de estas aves que les sirve para
reconocerse y comunicarse. A veces me recuerda un lamento quejumbroso y otras veces un
saludo afectuoso.
Yo sigo mi camino sin prestar atención a sus
chillidos, sin hacer movimientos bruscos y disfrutando del gozo de compartir
con las aves unos momentos mágicos a solas en la orilla del mar. Y estoy seguro
que muchas de ellas me recuerdan de años anteriores pues las gaviotas viven
hasta veinte años, forman parejas estables y anidan siempre en el mismo lugar,
sin trasladarse.
Y esto lo sé no porque lo haya leído, sino porque
muchas de ellas cuando paso y las observo de reojo me saludan con un leve
movimiento de cuello y me dedican un guiño cómplice con sus redondos y
observadores ojos.
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