Definitivamente este año El Rompido es definitivamente otro.
Ha
dejado de ser ese poblado escondido entre pinos en la orilla del rio Piedras,
ese Macondo mágico para muchos de nosotros que anduvimos descalzos por sus
calles de arena de playa y que nos revolcamos cuando niños en el fango
nutritivo de la orilla corriendo tras los barriletes para coger bocas o
rebuscando verdigones, donde nos bañábamos diariamente en sus aguas vivas que
nos enseñaron los arcanos de las corrientes y los vientos, donde aprendimos a
remar en las viejas pateras y a navegar trasluchando en los botes marineros con
velachos de tela remendada para llegar hasta la Almadraba de enfrente recién
abandonada para explorar y descubrir grandes rezones como anzuelos de gigantes,
almacenes con olor a brea y a pescado seco, casas vacías donde vivieron
curtidos hombres de la mar y donde aun se escuchaban sus ronquidos entre los
ventanucos abiertos a poniente, y seguíamos caminando entre sus fantasmales muros
para llegar al mar abierto a jugar desnudos y libres en aquella playa infinita
y solitaria disfrutando con el mecanismo de las olas que yo creo que a veces
nos advertían con un revolcón que era hora de salir del agua y volver a la otra
orilla.
Mañanas
de pesca en los viejos lanchones de madera que fabricaba Carrasco en su
astillero de Cartaya, embarcando montones de mojarras, sargos, herreras,
roncaores, bailas, robalos, anchovas y de vez en cuando una gran corvina plateada
y reluciente que significaba una fiesta que no tenia final en casa de mi tío
Manolo adonde disfrutábamos las contadas familias que veraneábamos entonces en
este paraíso y que estábamos hermanados con los viejos pescadores: José
Catalina, Antonio Calentura, El Gallo, Los Colorao, Caillo, El Yako, Pepe El
Chulo, El Chicha…
Las
noches de entonces eran oscuras por las escasas bombillas amarillentas pero con
cielos estrellados de Via Lactea no necesitábamos más; noches silenciosas y
adormecedoras por el rumor lejano del oleaje de la mar, el grillerío
confortable y el familiar sonido de los primeros motores de los pesqueros del
Terrón y de El Rompido cuando salían a faenar, los Cabezuelo, Barreiros, Matacás,
Perkins, un run-run mecánico que se iba perdiendo a lo lejos, lentamente, igual
que se pierden muchos recuerdos en el olvido enrevesado de nuestras neuronas.
Hoy
El Rompido es el mismo minúsculo poblado - donde ya no quedan apenas marineros –
pero rodeado de Hoteles y campos de golf, decenas de urbanizaciones con
piscinas y pádel, gracias a Dios todo construido a baja altura, aunque hay
algunos bodrios espectaculares. El antiguo poblado marinero es ahora un gran
comedor donde al menos tenemos cincuenta establecimientos a pleno rendimiento
todos llenos los meses de verano. Los bares y restaurantes se suceden en fila
ocupando la primera línea de playa y la céntrica calle hasta la Plaza. Cada día
un hormiguero de turistas en fila que esperan su mesa ordenadamente para
degustar las mejores gambas, mariscos, pescados y chacinas de Huelva.
Si
cuando éramos niños era extraño ver una cara desconocida por sus calles (un
“forastero”) ahora lo difícil es encontranos los de siempre en el mismo sitio,
aunque mantenemos en secreto nuestras tabernas y perdederos donde charlar y
tapear sin apreturas ni demoras.
La
ría del Piedras, antes remanso de paz, se ha convertido en una locura de
lanchas fuera-bordas y yates de motor, que parecen patroneados por psicópatas
con afán de velocidad y sin respeto alguno a los bañistas y a las pequeñas
embarcaciones, que no se como no hay una tragedia cada día. Y que decir de las
motos de agua, esos abejorros inoportunos y amedrantadores que entran ganas de
tener una alpargata gigante para dejarlos averiados de por vida y que no den
mas por la retambufa al personal.
Las
noches de mi pueblo ya no son tranquilas, al menos hasta bien entrada la
madrugada los bares de copas y música atienden al personal joven con su
fanfarria de luces y decibelios, lo normal en estos tiempos de permisividad.
Yo
procuro seguir mi vida igual que hace cuarenta años, pero cada vez es más
difícil. El secreto es salir temprano por la mañana o a última hora de tarde en
el Huevofrito para llegar a la Punta
de la Barra sin contratiempos. Ahora voy con mis nietas que ya son marineras y
saben donde están las mejores playas dependiendo de la marea. Mi paseo diario
entre gaviotas y charranes y mi baño con el culo al aire no hay quien me lo
quite.
El
otro día paseaba por la playa solitaria con mi nieta Ana que ahora tiene dos
años (nació en junio) y nos acercábamos por la tarde a un bando de gaviotas que
tomaban los últimos rayos de sol con el pico al suave viento de poniente. El
sol se reflejaba en las charcas de la orilla creando un ambiente dorado y
respetuoso. Ana se acercaba caminando sin prisas a las primeras gaviotas y yo
me detuve para observar. Habría unas cincuenta o sesenta gaviotas entre adultos
y pollos, algunas casi tan altas como mi nieta. Ella caminaba sin miedo,
tranquila y sin correr. Las gaviotas comenzaron a separase creando un pasillo
de unos dos metros por donde avanzaba la pequeña sin molestar a ninguna de
ellas. De repente algunas gaviotas comenzaron a abrir las alas y aletear
lentamente caminado al paso de Ana, sin volar, y ella hizo exactamente lo
mismo: separo los brazos y aleteó con ellos al mismo ritmo que las alas de las
gaviotas. Era una imagen conmovedora. Con una racha de viento mas fresco las
gaviotas dieron unos pasos y alzaron el vuelo casi al unísono envolviendo a mi
nieta en un contraluz de alas blancas y resol en la bajamar mientras Ana corría
y movía los brazos queriendo volar con ellas creando una estampa que no
olvidaré.
Cuando
se volvió a hacia donde yo estaba su cara era la imagen de la felicidad
riéndose y señalando con el dedito a las gaviotas que volaban por encima de
nosotros.
Yo
no se si estaba llorando o me escocían los ojos.
Ese es el sentimiento de vivir en los pueblos, a la ciudad solo voy ya de visita y me sobra, me he acostumbrado al olor de la marisma de la ribera a conocer a todo el mundo y sus circustancias, a que sepan las mías, me he acostumbrado al silencio de la madrugada pueblerina, a la iglesia con mis santos y sus pañitos de croché a las Vírgenes con pendientes largos y caras de alegría, me he acostumbrado al café mañanero y a las paredes de mi casa de techos altos y muros de un metro de ancho, a mi pueblo. El Rompido es otro pero a las mareas les da igual, y a la luna llena saliendo por detrás del caño de zibikosky, mi casa también está allí, estoy atrapada a esta tierra huelvana, aquí me quedo para toda la eternidad.-
ResponderEliminarComo te envidio por tener la suerte de estar en nuestro Rompido, pero que feliz soy navegando por tu bonito y tranquilo mar de letras que me llevo por unos instantes a mis recuerdos,suerte de tener un amigo doctor que me cura el alma.
ResponderEliminarUn abrazo fuerte querido amigo Celso.