Se tuvo que ir. La verdad es que no me lo esperaba, la vi como despistada un buen rato antes de anunciarlo rotundamente, como si meditara dudando o calculando la respuesta de una ecuación complicada porque a veces cerraba los ojos y musitaba un responso como de probabilidades.
Yo estaba seguro que vino para quedarse unos días por el barullo que traía al aparecer con dos maletas y un gran bolsón de viaje de donde salieron paquetes de regalos y una envoltura de papel con fruta fresca que olía a fresas, a kiwis y a plátanos. Esta vez llegaba sin avisar, otras también, y traía la cara como de haber estado llorando en el tren y en el autobús pues nunca le importó llorar en público y nunca tuvo que ocultar su llanto terapéutico, por supuesto. Y era cierto que solo al cruzar la pequeña cancelita baja del jardín y subir los dos escalones del porche le desaparecían las ganas de llorar y se le iluminaba la cara de alegría y confianza.
Aunque ya canoso, viejo con la vista acristalada y turbia, todavía tengo un olfato excelente y puedo reconocer los olores de mi primera impronta humana, olor familiar ancestral con el que segrego adrenalina que me permite activarme y soltar un par de ladridos de verdadera felicidad..
Así que la olí desde lejos y creo que al doblar la esquina donde unos metros antes se detiene el autobús de gas licuado, percibí un tenue olor corporal familiar que me golpeó (mas bien me acarició) suavemente el hocico para ir acrecentandose progresivamente, olor a hembra con feromonas familiares y a sudor conocido y registrado en mis acúmulos neuronales los cuales se activaron inmediatamente pues antes de llegar ella a la cancelita yo ya estaba en la puerta husmeando, ladrando y moviendo el rabo esperando su presencia.
Al oirme ladrar, ella apresuró el paso y tocó las maderas con cuidado y respeto. Lentamente abrió la puerta con confianza y enseguida me dejé acariciar por esas manos tan francas y cálidas que permitió como siempre que lamiera. Restos de lágrimas, mocos, tabaco de vapear, perfume de jabón de glicerina, papel perfumado y pelusa de frutas. Y un olor extraño que no tenía catalogado. Un efluvio raro, no habitual en su cuerpo. Un aroma desconocido que provenía de su aliento, del sudor imperceptible que se evapora inmediatamente y que solo los perros detectamos, un olor distinto por nuevo, se podría catalogar de desagradable por desconocido, ya que la última vez que pude olerla, trece lunas nuevas y medía luna creciente tan solo, no desprendía ese olor.
Olor que trascendía y se hacía mas penetrante en espacios cerrados como en aquella casa antigua, habitualmente poco ventilada y con cortinas y alfombras llenas de ácaros defecadores y apestosos que producen ese ambiente rancio tan característico de los hogares donde habitan personas mayores y que yo tengo perfectamente asumido e integrado en mi cerebro.
Como digo esta vez noté algo raro en ella. Los saludos, abrazos, besos, regalos, preguntas y respuestas, parecían los habituales de siempre, el preludio de unos días de descanso en casa de sus padres, bien motivados por conflictos de pareja y separaciones temporales, o bien por necesarios días de descanso y meditación, de reponer fuerzas con orden en las comidas y en el sueño, para volver relajada al trajín del trabajo y del desorden en la capital... Pero el olor no cedió al relajarse y ni al soltar el equipaje en su cuarto cuando fueron desapareciendo los estresantes olores de las catecolaminas desatadas.
El olor era cada vez más intenso, estaba en su ropa, en el aire que ocupaba su cuerpo, en el sitio donde se sentaba, un olor que me espantaba y me impedía tumbarme a sus pies y en cambio me haciendo merodear inquieto y sin parar de lamer y husmear sus objetos personales para identificar el origen de ese nuevo y desconocido efluvio químico. No provenía del cuero de los equipajes ni de cremas, desodorantes, maquillaje ni del tinte de su pelo, Estaba dentro de ella. Y me mantuve alerta.
Antes de dormir pude oler su orina que despedía con gran intensidad el olor desconocido. Esa primera noche la pasé a los pies de su cama, sin querer dormir, analizando su respiración. La oí murmurar en sueños y moverse en la cama con un sueño inquieto de quejidos y toses, alguna vez habló en sueños palabras que no entendí. Despertó con mala cara y con el olor muy acentuado.
Aquella mañana al salir del baño la encontré mas delgada con los huesos de la cadera muy señalados. Después de acariciarme un buen rato con sus manos húmedas y frías mientras yo husmeaba su cuerpo, se marchó con prisa de nuevo segregando catecolaminas y ese olor que destacaba sobre los jabones y cremas del baño.
Yo salí a dar mi paseo matutino y hacer mis necesidades en el parque cercano pero sin ganas de alternar con mis conocidos pues mi instinto estaba en alerta y no dejaba de husmear el aire para tranquilizarme identificando ese nuevo olor en alguna parte donde no estuviera ella.
Al volver a casa no pensaba en otra cosa que en en percibir de nuevo su aroma. Estaba irritado y gruñía ladrando al viento dando vueltas sobre mi mismo, como atolondrado, mientras mi amo me tranquilizaba con paciencia y cariño. Pude detectar en el nervios y preocupación, un atisbo de llanto contenido, y por eso me senté a sus pies y me dejé acariciar hasta que los dos nos relajamos o lo consegímos disimular al menos.
Antes del mediodía ya estaba mi ama y su hija de vuelta. Emociones contenidas, reprimidas, miedo y desesperación. Y ese olor.
Fue entonces cuando pude ponerle nombre, al escucharlo por primera vez.
Y por eso se marcho de repente... por última vez...
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