Señores míos, lo que les voy a
contar y ustedes van a escuchar no es fruto de mi imaginación, no lo he soñado
ni es una recreación en forma de cuento de hechos que me han relatado. El
suceso que voy a narrarles me aconteció hace ya bastantes años, pero lo guardo
en mi memoria con todo detalle así que seré lo más conciso posible ajustandome
estrictamente a la realidad de lo que ocurrió aquella noche inolvidable. Presten
atención.
Corría el año 1986. Era mi primer
destino importante, como Médico General Hospitalario con plaza en el Servicio
de Urgencias de Bollullos Par del Condado. Mi turno era cada tres días (uno de
trabajo y dos de descanso) y comenzaba a las cinco de la tarde, cuando
finalizaban su jornada laboral los Médicos de Cabecera del Ambulatorio, y terminaba a las siete de la mañana. Durante ese horario, un celador, un ATS y
el médico de guardia, teníamos la obligación de atender a todos los vecinos -tanto
de Bollullos como de La Palma y Villarrasa- que acudieran con “urgencias médicas”
que no pudieran esperar al día siguiente. Esa era la teoría, pero en la
practica los parroquianos de estos pueblos usaban el “Servicio de Urgencias”
como una continuación del ambulatorio matutino y se acercaban para ser atendidos por
cualquier causa por banal o leve que fuese. Además debíamos acudir a las
llamadas “urgentes” de los enfermos que no pudieran desplazarse hasta sus
domicilios, esto lo hacíamos en nuestro propio coche y a cualquier hora de la
noche…
Mi equipo siempre era el mismo.
Me invento los nombre, por supuesto. Antonio era el ATS, un maestro escuela reciclado
en enfermero, entonces tendría unos 60 años, natural y vecino de un pueblo de
Huelva famoso por sus anisados, anisados a los que mi compañero era muy
aficionado y gustaba llevarse en unas botellas que guardaba celosamente en su
taquilla. Antonio llegaba casi siempre el primero para tomar tranquilamente
café en un bar cercano y su copita de coña. A continuación y ya en el
ambulatorio, en el cuartito que usabamos para uso del personal con nuestra
camilla, hornillo, una vieja radio, las taquillas y unos camastros plegables, sacaba
su “pucherete” -como el llamaba a una cafetera vieja que llenaba de aguardiente-
y se administraba con regularidad sus dosis correspondientes. El buen hombre
tenía mucha disposición para el trabajo, pero a la caída de la tarde no era
raro verlo roncar en su sillón reclinable… a veces hasta por la mañana.
Manolo el celador era un fenómeno
de la Naturaleza. Natural de Beas, tendría unos veintilargos años, era fuerte
como un mulo, noble a más no poder pero bruto no, “lo siguiente” (como dicen
ahora)… y era tuerto. No veía por el ojo izquierdo. Y para colmo tenía el pelo
mas bien largo y flequillo lacio hasta la nariz, que curiosamente le tapaba el
ojo sano. Para poder ver con claridad lo que miraba tenía que dar un fuerte
resoplido al visillo piloso que al levantarse hacía que se despejara
momentáneamente su campo visual. Estos resoplidos continuos unido a que su deje
linguistico no era muy fácil de entender, hacían que la comunicación verbal con
Manolo a veces fuera dificultosa.
Las guardias nunca eran buenas.
Tres pueblos acudiendo a un solo ambulatorio demandaban mucho trabajo, no solo
por las consultas de todo tipo que no cesaban hasta la noche, sino los avisos
domiciliarios, los accidentes de tráfico algunos con heridos muy graves o
muertos, los drogadictos que acudían con “monos” muy agresivos, y las
verdaderas urgencias médicas: cólicos, infartos, asfixias, etcétera. Lo que
quiero decir es que se trabajaba a destajo y cuando llegaba la noche estábamos
deseando tumbarnos un rato a descansar. (El ATS Antonio descansaba sin duda
desde unas horas antes).
Una tarde cualquiera de un día de
primavera me avisan para que atienda a una joven con dolor de barriga. Aspecto
de familia humilde. Una niña de unos dieciséis o diecisiete años que viene
acompañada por su madre, que es la que habla y me dice que “la niña tiene la barriga inflamada y dice que le duele y que la nota rara,
que retiene líquidos”. Le digo que se tumbe en la camilla que voy a
explorarla. Trae un traje suelto que al subirlo deja ver una faja apretada, que
le indico que se la tiene que quitar. A retirar la faja a parece una barriga
abultada y prominente. Tras palparla pregunto inocentemente: ¿De cuanto tiempo estas embarazada? Y no
he terminado de preguntarlo cuando la joven esta llorando y la madre gritando. ¿Cooomoooo? ¿preñada? ¡Otra vez!... Resumiendo,
que la jovencita estaba muy preñada “otra vez” puesto que ya tenía un niño de
un año, que era soltera, que no tenía novio conocido, que había ocultado su
embarazo y que la madre se estaba enterando en ese momento.
Yo calculé que estaría de unos
siete meses, el niño parecía estar en su sitio, se movía y no había signos de
complicaciones, la madre estaba sana y fuerte y todo estaba en regla por lo que
le aconsejé que no se apretara la barriga y que al día siguiente pidiera una
cita preferente con el Ginecólogo en Huelva. Se fueron caminando las dos tan
tranquilas.
Transcurrió la tarde y la noche
como siempre. Cuando pude me subí a una de las consultas vacías donde tenía
ubicado mi camastro y me quedé traspuesto. Como a las cuatro de la mañana
escuche el ruido familiar de un coche que se acercaba al ambulatorio a toda
velocidad sobre los adoquines de la calle haciendo sonar la bocina, señal de
que traían a algún accidentado grave, casi seguro accidente de tráfico, por lo
que me levante corriendo y me puse bata y guantes. Cuando bajé el celador ya
estaba abriendo la puerta.
Era un Taxi de Bollullos, un
Chrysler 150 color blanco, que se había subido a la acera y estaba parado en la
misma puerta del ambulatorio. Sentada delante al lado del chofer, la mamá de la
criatura. En el asiento de atrás, tumbada y dando gritos la joven preñada. En
cuanto abrí la puerta del coche y miré me dí cuenta de la situación: la embarazada
estaba pariendo. No “de parto”, sino pariendo con todas las de la Ley. Tenía
una considerable dilatación y casi se adivinaba la cabeza del feto. ¡Rápido –dije- avisen a un Ginecólogo! ¡Aquí no hay Ginecólogo! Me dijo Manolo
soplando el flequillo con cara de búfalo. ¡Una
matrona, seguro que hay una matrona! pedí. ¡Qué matrona ni matrona, aquí no pare
nadie hace años…!
Yo daba vueltas y mas vueltas al
coche sin saber lo que hacer, la niña gritaba de dolor, el taxista impávido, el
celador hipnotizado por lo que estaba viendo, el ATS en brazos de Morfeo… y la
madre que me mira muy seria y me dice: ¿por
que no entra usted en el coche de una vez y atiende a mi hija, hombreeee…?
Cuando tomé posición lo mejor que
pude dentro del auto, intentaba recordar los partos que presencié en mis
practicas de Ginecología en sexto curso y repasaba mentalmente los pasos a
seguir. Pero no se porqué dije: ¡sábanas, muchas sábanas…!
El celador entró en el
ambulatorio y al poco tiempo apareció con muchas sabanas limpias, una gran linterna
que iluminó el escenario, muchas compresas y gasas, pinzas y unos separadores
quirúrgicos. Por detrás de el escuche la voz de Antonio el ATS que preguntaba :
¿es grave, es grave…? con voz
aguardientosa.
El parto no fue difícil, gracias
a Dios. Yo apreté un poco la barriga de la madre hasta que apareció la cabecita, la cual
cogí con las dos manos y con cuidado la flexioné hacia los lados para que
saliera un hombro y luego el otro, y de pronto el bebé salio enterito acompañado de una ola de liquidos escurriendose como un pececito entre mis manos y cayendo encima de las sábanas.
Lo cogí lo mejor que pude, vi que respiraba y empezó a llorar con ganas, era un
machote. Todo el mundo gritaba de alegría. Le clampé el cordón umbilical y tiré
de el apretando la barriga de la madre con fuerza hasta que vi salir la
placenta que me pareció que estaba entera. La madre no parecía sangrar mucho y eso
me tranquilizó. Después de cortar el cordón, y darle el bebé a la abuela,
taponé con gasas y compresas el canal del parto y le dije a Manolo que llamara
a Huelva que salíamos para el Hospital, la abuela sentada delante con el chofer
y yo detrás junto a la madre y con el recién nacido en mis brazos reliado en
sábanas.
Cuando íbamos para Huelva era una
sensación que no podré olvidar mientras viva. Una felicidad asombrosa. Os
aseguro que nunca como médico he vuelto a tener esa sensación tan bonita, tan
espiritual, tan mágica. El pequeño bebé me chupaba el dedo con ganas mientras
su madre lo miraba radiante de felicidad y la abuela no paraba de felicitarme.
De pronto me dijo: ¿usted como se llama?
¡le vamos a poner su nombre! Y yo: no se preocupe usted señora, pongale el
nombre del abuelo… Ella insistía:
¡que no, que yo le pongo el nombre de usted, que se lo merece, vamos! Mire
señora yo tengo un nombre muy raro, me llamo Celso, y es un nombre que no es
común ni bonito. ¿Comoooo ha dicho uste? Eso no le puedo yo poner a este niño,
no… y se calló.
Cuando llegamos al Hospital de
Huelva nos estaban esperando en la puerta todo el equipo de guardia de
Ginecólogos y Pediatras que enseguida se hicieron cargo de la madre y del niño.
Yo esperé un poco hasta que me dijeron que todo estaba correcto y nos volvimos
en el Taxi para Huelva. Yo iba radiante de felicidad.
Mi mujer cuando se lo conté me
preparó una canastilla con ropita de primera postura y otros regalitos de
recién nacido que vinieron madre, bebe y abuela a recogerlos al ambulatorio,
tan felices los tres.
Espero que todos sigan bien. Tengo
mucho que agradecerles.
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