Escribo tras la muerte de Fernando Carrasco:
La muerte inesperada parece mas muerte. Nos aturde y
atemoriza la certeza brutal de la muerte súbita del amigo, del conocido, del
vecino, del niño, del joven o del adulto sano como si recibiéramos un mazazo
inesperado en el cráneo. Nuestra mente acomodaticia se niega a aceptar a esa muerte
que se presenta sin argumentos convincentes para nuestras entendederas. Irrevocable.
Sobre todo la muerte traicionera y fulminante de quien no está previsto que se
muera. El horror.
Queremos creer que la muerte debe ser el final de un
proceso coherente y entendible -un desenlace lógico- sin que nos perturbe nuestra
inteligencia. Deseamos y rezamos por tener esa suerte en la vida con nuestros
mayores. Para que nuestros hijos tengan la misma buena suerte con nosotros: que
los hijos entierren a los padres a su debido tiempo. La cronología biológica
debe cumplir el rito fúnebre ancestral, los más viejos primero. Y a ser posible
con la cabeza lúcida, sin grandes sufrimientos y sin dar la lata (yo por lo
menos lo quiero así).
Y cada uno de nosotros –cristianos- debemos aceptar la
muerte como Jesucristo la aceptó. Sin rencor. Con Esperanza.
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